jueves, 21 de agosto de 2008

La guerra de las palabras

La verdad es que me apetecían mucho más otros temas para iniciar este blog de artículos, sin embargo he recordado que tenía una cuenta pendiente con este asunto. Sencillamente, durante muchos años, he pensado que veía lo evidente mientras otros erraban con tenacidad exasperante. Me refiero a personas, fundamentalmente, que pertenecen a ámbitos como la política nacionalista, la prensa y la política que muchos califican despectivamente como progre.
En mi opinión dos de los errores que cometían, y siguen cometiendo son los siguientes: El primero, el mal uso de algunas palabras. El segundo, sostener la creencia de que el uso lingüístico puede prescribirse y, lo más grave, pretender prescribirlo (consiguiéndolo en muchas ocasiones por desgracia).
Empecemos con el primero. Dice el diccionario de mi ordenador que nombre es la palabra que designa o identifica seres animados o inanimados. Por consiguiente el primer tirón de orejas podríamos dárselo a aquellos padres que por tradición familiar utilizan sus propios nombres con sus hijos: Le pondremos Gustavo, como su padre y su abuelo. Sentimentalmente, muy adecuado, sin embargo, desgraciadamente, en casa el nuevo nombre no sirve, ya que designa dos seres, en este caso animados, al menos la mayoría de las veces. Como el nombre es el mismo y no cumple su función, la familia inconscientemente crea otro: entonces aparecen los diminutivos, apócopes, nombres afectivos, etc. Sin olvidar el típico motecillo que inventa en sus balbuceos el hermanito más pequeño.
Pero no es este tipo de errores el que nos ocupa en este artículo sino otros, en mi opinión, de mayor interés y gravedad. Un ejemplo: En una ocasión escuché en un telediario que un tanque israelí al contestar al fuego del enemigo asesinó a una niña al derribar la casa sobre la que disparaban los palestinos. Asesinar es matar a alguien con premeditación y alevosía. Alevosía, hablando mal y pronto, es procurar cometer el crimen sin que te cojan. No voy a opinar aquí sobre este tipo de conflictos, pero es evidente que el término está mal empleado por mucho que quiera el periodista denunciar o lamentar el hecho, ya que en el ánimo de los homicidas no parece existir ni premeditación ni alevosía. Algo parecido ocurre con el exceso verbal al tratarse los casos de la llamada violencia doméstica. Se utiliza, por ejemplo, también el verbo asesinar para todos los casos, incluidos aquellos en los que no parece haber ni premeditación ni alevosía y aunque la hubiera no parecen los periodistas los encargados de dictaminarlo. Eso sí, no se les olvida decir que presuntamente hizo esto y lo otro. Otra coletilla, ya famosa, que como estas actuales forman parte de un lenguaje premeditado y políticamente correto que comparte casi universalmente el gremio. La noticia más, que como una información, parece que se intenta dar como una declaración personal ideológica.
Otro error en esta guerra de los nombres o las palabras lo cometen, no sé si inconscientemente o a sabiendas los políticos nacionalistas. Ignoro si saben (seguramente sí) que la lengua no se puede prescribir. Ni siquiera la Academia; los lingüistas describen no prescriben. Sin embargo en su paranoia de defender y propagar cueste lo que cueste la lengua vernácula han conseguido que, por narices, la mayoría de los que hablamos castellano tengamos que usar Lleida, Girona, Ourense y A Coruña, por ejemplo. El último caso, el de La Coruña, es especialmente curioso, ya que la propia ciudad, a través de su ayuntamiento, pidió a la Xunta su denominación en castellano sin éxito.
Finalmente, con esta misma intención de prescribir en la lengua en aras, otra vez, de lo políticamente correcto, los políticos, denominados, como ya dije, por algunos peyorativamente progres, cometen otros tantos errores. Veamos algunos ejemplos: Hace algunos años, una ministra (no recuerdo su nombre) estableció una buena mañana que debía acabarse aquella distinción de señora y señorita, pues era discriminatorio. A estas alturas del texto no creo que el lector necesite más explicaciones. Otro de los casos más curiosos y pintorescos es el de pretender nombrar los colectivos con la forma masculina y femenina a la vez. Es especialmente vistoso en los vocativos: "compañeros y compañeras" (el desuso de camaradas les ha venido de perlas), "vascos y vascas", "padres y madres"... Al inicio del discurso está muy bien y marca claramente muchas intenciones, sin embargo, incluso los apóstoles de este peculiar uso, comprueban que es insostenible a lo largo del texto sin convertirlo en un auténtico galimatías: porque es evidente que los padres y las madres quieren lo mejor para sus hijos e hijas y ellos y ellas para sus hermanos y hermanas e igualmente para sus profesores y profesoras que no pretenden otra cosa que convertirlos en ciudadanos y ciudadanas de provecho... Como evidentemente esto le chirría hasta al más fanático, entonces aparecen las omisiones, los incumplimientos de la norma y curiosos morfemas como el famoso -os/as o el extravagante @s.
Existe un principio en toda lengua que es el de economía y este problema ya estaba solucionado con un masculino que funciona, sobre todo en plural, como un epiceno, común en género para seres sexuados. Pero claro, se hace encaje de bolillos por demostrar esas pretendidas superioridades morales de las que presume algún que otro gobernante.
Para terminar, pido desde aquí, que cada uno exponga sus ideas con tenacidad infinita, que nos martirice con argumentos, axiomas, amenazas, súplicas y todos los recursos a su alcance, pero, por favor, que no manipule ni manosee la lengua, al menos no de forma tan contumaz e interesada.

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