domingo, 28 de diciembre de 2008

La pantomima

Este enlace que me dio el otro día por poner al inicio de mi blog me ha dado qué pensar. No penséis que es publicidad o que tengo algún interés económico o personal en la candidatura de Mirela. Simplemente, hace unos días, mientras disfrutaba del poco tiempo libre que el cuidado de mis hijos me concede durante estas vacaciones de profesor, envidiadas por muchos, curioseé la página web de RTVE que tanto promocionan en la Primera (http://www.rtve.es/).

Hay que reconocer que está muy bien hecha y ofrece servicios muy interesantes, como, por ejemplo, el archivo de Televisión Española. Tampoco tiene desperdicio la sección destinada a elegir al representante de España en Eurovisión: diseño atractivo, información de cada candidato, reproductor de las canciones y videos promocionales de cada cantante, votaciones sencillas, clasificación de los más votados. Por otro lado, si la edición pasada fue el turno de los chiquilicuatres, esta ha optado por pesos pesados como Soraya o Melody, algunas triunfitas y otras opciones muy conocidas por los seguidores de Eurovisión y sus programas de selección como Rebeca o Mirela.

Acepté la propuesta que me hacían de promocionar al candidato favorito desde mi blog, en primer lugar por ver si era capaz; en segundo lugar, para darle algún aliciente al blog y hacerlo con estos señuelos más atractivo para los enemigos de la lectura.

¿Por qué Mirela? La canción me gusta y ya conocía a esta joven cantante de otros programas en los que tuvo peor suerte de la que pienso merecía. Hay otras canciones quizá más interesantes, por ejemplo en el género Metal (Moonlight de Nexus), pero tienen pocas opciones, por no decir ninguna.

Con todo, esta forzada e interesada promoción de Nada es comparable a ti de Mirela está realizada con muy poca fe. Primero, porque creo que es difícil ganar a Soraya Arnelas y Melody que ya la aventajan en diez mil votos. Segundo, porque es más probable que la vicepresidenta rece un rosario que España venza en Eurovisión. El triunfo de Massiel y, sobre todo, el de Salomé fue algo sorprendente. Los europeos debían estar despistados. Una vez avisados ya no hubo manera: Julio Iglesias, Mocedades... Ni el mismísimo San Juan de la Cruz que hubiera compuesto milagrosamente una canción a tal efecto hubiera conseguido una victoria eurovisiva. Tercero, porque el Festival de Eurovisión me parece un rollo: hace muchos años que no es un festival de música (quizá nunca lo fue) sino una gran batalla anual de las naciones. No niego que haya calidad musical y escénica en los ganadores, pero, indudablemente este parámetro es secundario: el principal es el número de compatriotas de que disponen votando con el teléfono desde otro país. A Croacia, Serbia, Montenegro, Turquía, Bosnia-Herzegovina, Rumanía, Rusia... les da igual competir en las eliminatorias previas que les pongan. Las pasan todas y luego arrasan en la final. Y todavía España ha obtenido resultados bastante decorosos; A Gran Bretaña y a Francia, por ejemplo, no les vota nadie hace ya muchos años.

Recientemente en España se ha hecho de todo: enviar a los ganadores de Operación Triunfo que eran la caña; series de programas para escoger al cantante y a la canción. Y naturalmente las llamadas de teléfono para "garantizar el apoyo del público". Nada sirvió. Los fracasos pasaron de dignos (Rosa) a estrepitosos (Nash). No hay nada que hacer y lo sabemos. Lo saben en TVE, autores, cantantes, representantes, periodistas y público. Sin embargo, es poco probable que alguien intente cambiar esta pantomima que es hoy el Festival de Eurovisión. La expectativa que despiertan los programas de selección es muy rentable para Televisión Española. Los cantantes y grupos vislumbran otra oportunidad televisiva para encumbrar definitivamente sus nombres. Así que a ver quién le pone el cascabel al gato.

Algunos entendimos que Chiquilicuatre, además de otra promoción de televisión, era una crítica-sátira-parodia del festival. Quizá mejor así: reírse de uno mismo y de todos, antes que ver cómo vejan y enlodan el campeón nacional forjado con las ilusiones y esperanzas de muchos.

sábado, 27 de diciembre de 2008

Tópicos

(Publicado en el periódico escolar La Chincheta del Colegio Diocesano San Atón, año VII, nº 2, Diciembre de 2008).

Cuando comencé a leer los artículos que mis alumnos me enviaban al correo electrónico para este periódico se cumplieron mis sospechas más temidas: trataban del consumismo navideño.
La Navidad es un tiempo de tópicos. A los vernáculos como el belén, la lotería, los Reyes magos, se han añadido los foráneos y herejes: Santa Claus, el árbol, el odioso telefilm melodramático...
Hace muchos años que aparece otro que curiosamente el visionario de turno siempre formula como quien acaba de descubrir la pólvora.
Me refiero a la acostumbrada crítica al consumismo.
Otro tópico-crítica a la Navidad es que ha perdido su carácter religioso. Ya les gustaría a algunos.
No tengo espacio aquí para rebatir tales pestiños, ni ganas tampoco. Solo tengo espacio y ganas para escribir que soy católico, que pienso celebrar el nacimiento de Jesús esta Navidad, que voy a hacer un esfuerzo en no regalar birrias a mis familiares y en comprar algunas nécoras, que nos gustan mucho.
Todo lo demás, como diría mi madre, es hablar excusao.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Recuerdos con moraleja

(Publicado en el periódico escolar La Chincheta del Colegio Diocesano San Atón, año VII, nº 1, Noviembre de 2008).

Al leer el artículo de mi alumna María Román, (http://www.diocesanosanaton.com/) me ha venido a la memoria mi primer curso en la Universidad Autónoma de Madrid (1986-87, ya ha llovido). Estuvo marcado por las protestas estudiantiles y de otros sectores educativos. Se pusieron de huelga hasta los bedeles (no es broma).
Cuatro personas sobre todo recuerdo de aquel turbulento curso: la primera, la guapa Aitana Sánchez-Gijón con la que compartí aulas y viajes en metro. La segunda, el ministro, José María Maravall, que pronunció aquella frase en el parlamento de «más Informática y menos Latín». Lema a todas luces demagógico y progre en el peor sentido de la palabra, pero que entonces nos condenó a muchos al paro. Si los de Clásicas hubiéramos sido algodoneros, habríamos cortado una autovía en plena operación retorno. Sin embargo, nos conformamos con los artículos del profesor Rodríguez Adrados, que algo consiguió el pobre.
La tercera es sobre todo una imagen de televisión: la del cojo Manteca destrozando con su muleta una farola en plena manifestación estudiantil. Ocurrió de todo en aquellas algaradas callejeras, como los ataques de Ultrasur y Frente Atlético o el caso de la estudiante que fue herida de bala en el culo por el disparo de un policía nacional que fue derribado de su motocicleta. Todo terminó con la mesa negociadora del ministro Rubalcaba (sin comentarios).
La cuarta persona que más me llamó la atención fue mi compañero de clase José Luis. Vestía siempre de negro y con una especie de gabardinas de tela que solían llevar algunos grupos relacionados con la llamada «movida». Me reprochaba que no asistiera a las asambleas de la facultad en las que se decidía si seguíamos o no con una huelga de la que nadie se había enterado. Otro rasgo que recuerdo de José Luis es que no daba ni golpe. El profesor nos pedía que leyéramos la Lingüística de Saussure y él pedía en la Biblioteca un libro de Sartre. «Es muy interesante», me decía.
El programa europeo actual de reforma universitaria parece razonable. Los planteamientos que María expone en la página de al lado, como mínimo, dignos de discutirse. Sea como sea, mientras se dirimen estos asuntos en los foros pertinentes, mi consejo a todos es asistir a clase y estudiar.

sábado, 13 de septiembre de 2008

Luis y Virginia

Según la famosa serie de televisión Cuéntame, que parece querer llegar hasta los tiempos actuales destripando su éxito, los españoles sintieron una inmesa alegría cuando Massiel ganó Eurovisión en 1968 ya que, creo recordar en palabras del guionista, nunca habíamos ganado nada. Transcurridos cuarenta años, no en Eurovisión, que en sus diversos formatos acostumbran a cachondearse de nosotros, pero sí en otros ámbitos, como, por ejemplo, el deportivo, la cosa ha cambiado bastante. El Real Madrid, Severiano Ballesteros, Arantxa Sánchez Vicario, Miguel Induráin, el equipo de Copa Davis, Fernando Alonso, la selección de Baloncesto y, más recientemente, Rafael Nadal, han puesto una pica en Flandes, o en lugares que otros españoles ni siquiera habían soñado hollar.
Sin embargo, seguíamos sin ganar nada en el deporte más querido por los españoles: el fútbol. Cuando Luis Aragonés fue nombrado seleccionador me alegré mucho como seguidor del Atleti y tuve un presentimiento que no confesé a nadie. Pensé que quizá con Luis podía ser el momento de ganar un título. Expectativa que, evidentemente, no me atreví a comentar con nadie después de la reacción universal de aficionados y no aficionados a la labor de Luis al frente de la selección. Así era como antes se le conocía futbolísticamente, por antonomasia, con cariño, y no era necesario su apellido. Sin embargo, la prensa y resto de aficionados usó todos sus recursos para despreciar y atacar a Luis sin piedad, incluso el insulto sin tapujos. Recuerdo un partido de clasificación, ganado tres a cero, en el que el seleccionador, molesto entre otras cosas por el ambiente hostil del estadio, esquivó la rueda de prensa, lo cual pareció un escándalo mayúsculo a la mayoría periodistas y contertulios radiofónicos, que pidieron su dimisión por, decían, jugar tan mal y no tener la vergüenza de salir a dar explicaciones.
Llegados a esta demencial situación, hacía esfuerzos por comprender esta actitud sin conseguirlo. Parecía yo ser el único en recordar que los partidos clasificatorios contra equipos débiles siempre se habían caracterizado por el mal juego, al menos desde que yo recuerdo. Parecía yo también el único en recordar que el caso Raúl no era nuevo, y ya habíamos vivido casos parecidos con jugadores como Butragueño o Juanito. Y es que la afición española adscrita en masa al Real Madrid no perdona que ningún seleccionador deje de alinear a su vaca sagrada.
Incluso tras los primeros éxitos de la selección en la Eurocopa aún se escuchaba a contumaces madridistas despreciar a la selección con la ferocidad acostumbrada. Ante esta situación, comprenderán mis escasos lectores el exultante gozo con el que viví las sucesivas victorias del equipo y que se venciera en la final, para más inri, con gol de Torres. Quiero pensar que todos nos alegramos mucho por esta victoria, pero me temo que alguno todavía hace esfuerzos por disimular la cara de tonto que se le quedó.
Pero el verano me tenía reservada otra pequeña victoria. Siempre digo que la televisión actual me aburre sobremanera, sin embargo hay algunos programas de los que he de confesar que soy seguidor leal, como, por ejemplo, Operación triunfo. Es evidente que me entretiene porque me gusta la música, aunque tengo que reconocer que también me seduce el suspense y las situaciones creadas por el sistema de votaciones y expulsiones. En la primera edición mi favorita era Chenoa, en la segunda, Vega; la tercera no me gustó; en la cuarta quería que ganara Soraya, que además era extremeña; y en la quinta acerté con Lorena, aunque ese era fácil. En las ediciones anteriores del concurso, como puede comprobarse, mis gustos (o quizá simpatías, más influyentes en este tipo de programas) distaban mucho del resto de espectadores.
Sin embargo, en esta última edición, me ha pasado algo similar a lo acontecido con Luis Aragonés. Cuando comentaba que me gustaba Virginia, la mayoría de personas (si es que veían el programa) ponían un mohín de desprecio, al tiempo que apoyaban las críticas y ataques de los compañeros-rivales de la cantante. No sé si este, llamado por algunos, bulling a Virginia, me adhirió inconscientemente a sus fans. La verdad es que el programa coincidía con el baño y cena de mi hijo pequeño y por ello me perdía muchas de sus actuaciones. Y a pesar de presenciar las más, digamos, desafortunadas, y escuchar cómo le temblaba la voz por el miedo escénico que sufría en sus interpretaciones, seguí programa tras programa conservando el irracional deseo del forofo.
Cuando ganó el concurso, simplemente me alegré por simpatía, pero cuando posteriormente escuché interpretaciones como Old town, Ben o Creep (haz clic si quieres ver el vídeo) me di cuenta de que me convertía en seguidor acérrimo de su voz y de su estilo singulares. En muchas galas la veía, pequeña, vestida como una muñeca y algo patosa. Posteriormente descubrí que esa combinación que choca frontalmente con las llamadas reinas del pop, era seductora para el público que veía en tal ingenuidad escénica un nuevo y extraño encanto. Por otro lado, muchos estamos ya un poco hartos de cabellos enmarañados, jirones y ordinarios escotes.
El caso es que, exceptuando el doblete y alguna que otra satisfacción personal, últimamente, mi sensación en este tipo de asuntos era la de los españoles de los sesenta que nunca habían ganado nada. Así que este verano Luis y Virginia han logrado que me sienta ganador en este pequeño vicio humano de asomarse a estas sublimes o viles competiciones mundanas de nuestra televisión.

sábado, 23 de agosto de 2008

Razones para usar el término Hispanomerica

Iba a titular este artículo La guerra de las palabras II, ya que he visto que se han quedado demasiados asuntos en el tintero y tengo la firme pretensión de que los artículos sean breves para este mundo de prisas e información a raudales. Y por otro lado tampoco es cuestión de ser pesado. Sin embargo, me interesa mucho más dar a conocer el tema concreto de esta argumentación que anunciar que sigo dando la lata con el mismo tema.
No hemos tenido demasiada suerte los españoles en esta guerra de los nombres. El continente que descubrimos, colonizamos y evangelizamos tomó el nombre de un cronista italiano. De su descubridor, el navegante Cristóbal Colón, nos dijeron que era también italiano y nos lo creímos a pies juntillas.
Desde el primer momento, las Indias fueron un suculento bocado en el que nuestros enemigos anhelaban hincar el diente. Así que, en primer lugar, Inglaterra, Holanda, Francia y otros herejes piratearon en tierras de la América española y después nos piratearon los nombres. No creo que, en la historia, haya habido más baile de denominaciones que aquellas que designan o han designado a la América hispana.
Es habitual emplear el nombre histórico del país o del pueblo de la metrópoli para denominar las colonias. Así, australianos, estadounidenses, neozelandeses son, se dice, de raza anglosajona. Del mismo modo argentinos, paraguayos, mexicanos, etc., se decía eran hispanoamericanos y América Central y América del Sur eran llamadas Hispanoamérica. Pero, claro, ¿cómo cometer esa ignominia cuando existe Brasil? Es mejor que digamos Iberoamérica. Aunque si hay que arrimar el ascua a alguna sardina, deberíamos haberla arrimado a la nuestra, ya que, puestos a ser rigurosos, los romanos llamaban a la Península Ibérica Hispania.
Con todo esto nuestra mayor infamia estaba por llegar. Una nueva denominación terminó por ningunear nuestra gesta e hizo desaparecer de un plumazo de América el nombre de España. Nos referimos al nombre Latinoamérica y al gentilicio latinoamericanos o, simplemente, latinos. Este último no puede ser más nefasto. Mis alumnos, cuando les hablo de Virgilio y les digo que es un importante poeta latino, se lo imaginan con camisa de flores tomando una bebida tropical con Shakira. La excusa esgrimida para el empleo de estos vocablos es el gran número de italianos que emigraron a Argentina en el siglo XIX y tal vez la existencia de la Guayana francesa. Por tanto, la cultura y raza común entre portugueses, españoles, italianos y franceses, es la latina, heredera del Imperio Romano y de hecho todos estos pueblos hablan lenguas neolatinas. Sin embargo, el argumento no puede estar más traído por los pelos, ya que la presencia de los piratas ingleses en el Caribe es igual de importante o más que la de italianos y franceses en América.
¿Cuál es el motivo, por tanto, de forzar hasta este extremo el rigor de nombrar a América del sur y central? ¿Dónde está el origen de emplear estos nombres? ¿Quizá un sentimiento tardío de rechazo del colonialismo o una última defección de los lazos de la antigua metrópoli? No sé. Tal vez influyó este sentimiento, pero a mí me da en la nariz (lo siento si me equivoco) que aquí colea la antigua rivalidad entre el mundo anglosajón y España, y mucho me temo que el término está principalmente acuñado en Estados Unidos. Nunca le interesó al nuevo imperio una presencia fuerte de una potencia europea en América. América para los americanos decían cuando provocaron la rebelión en Cuba y nos declararon la guerra. Y es que nuestros enemigos eran muchos y poderosos y no sé si todavía lo son en plan lobos con piel de cordero.
Para concluir, quiero recordar un axioma lingüístico que formulábamos en el artículo anterior: la lengua se describe no se prescribe. Por ello me ha hecho mucha gracia un titular que he leído en internet o en la prensa: La revista de Ana Rosa Quintana pide a la Academia que sustituya el adjetivo cuarentón por cuarentañero. No sé cómo los académicos soportan a todos estos visionarios que piensan que descubren la pólvora y parecen acusarles de inmovilistas, antiguos o culpables de todas las connotaciones peyorativas, sexistas o racistas del diccionario. No se dan cuenta de que la lengua la hacen los hablantes, y si hay uno con mala leche, pues le llamará a alguien cuarentón, o solterona, o larguirucho. Si los tiempos han cambiado y un cuarentón es hoy un joven alegre y emprendedor (como yo), pues que lo propongan, como hicieron los que comenzaron a emplear el término latinoamericano. Ellos triunfaron, y por ello la Academia no tiene otro remedio que describir en el diccionario ese uso.
Hoy tengo yo también otra propuesta: utilizar las palabras Hispanoamérica, hispanoamericano o hispano. Que no nos den nada, pero que tampoco nos quiten lo que es nuestro.

jueves, 21 de agosto de 2008

¿Qué es Pensamientos en voz alta?

Este blog tiene la intención de publicar artículos de opinión sobre temas variados. No tiene la pretensión de crear simpatizantes ni adeptos a personas ni ideas políticas, culturales o académicas. Fundamentalmente cumple un objetivo: satisfacer de algún modo la afición periodística que el autor pueda tener y que nunca ha sido capaz de realizar en otros medios y que hoy la red le ofrece. Si alguien, pocos o muchos se entretienen e incluso encuentran algo de provecho, miel sobre hojuelas. Decía el autor del Lazarillo, citando a Plinio, que cualquier libro tiene algo de provecho. Desgraciadamente hoy no es así, y encontramos demasiados libros, periódicos, programas de televisión, páginas web y blogs que no solo no sirven para nada, sino que incluso son nocivos. Confío en que Pensamientos en voz alta, al menos, no sea ni una cosa ni la otra.

La guerra de las palabras

La verdad es que me apetecían mucho más otros temas para iniciar este blog de artículos, sin embargo he recordado que tenía una cuenta pendiente con este asunto. Sencillamente, durante muchos años, he pensado que veía lo evidente mientras otros erraban con tenacidad exasperante. Me refiero a personas, fundamentalmente, que pertenecen a ámbitos como la política nacionalista, la prensa y la política que muchos califican despectivamente como progre.
En mi opinión dos de los errores que cometían, y siguen cometiendo son los siguientes: El primero, el mal uso de algunas palabras. El segundo, sostener la creencia de que el uso lingüístico puede prescribirse y, lo más grave, pretender prescribirlo (consiguiéndolo en muchas ocasiones por desgracia).
Empecemos con el primero. Dice el diccionario de mi ordenador que nombre es la palabra que designa o identifica seres animados o inanimados. Por consiguiente el primer tirón de orejas podríamos dárselo a aquellos padres que por tradición familiar utilizan sus propios nombres con sus hijos: Le pondremos Gustavo, como su padre y su abuelo. Sentimentalmente, muy adecuado, sin embargo, desgraciadamente, en casa el nuevo nombre no sirve, ya que designa dos seres, en este caso animados, al menos la mayoría de las veces. Como el nombre es el mismo y no cumple su función, la familia inconscientemente crea otro: entonces aparecen los diminutivos, apócopes, nombres afectivos, etc. Sin olvidar el típico motecillo que inventa en sus balbuceos el hermanito más pequeño.
Pero no es este tipo de errores el que nos ocupa en este artículo sino otros, en mi opinión, de mayor interés y gravedad. Un ejemplo: En una ocasión escuché en un telediario que un tanque israelí al contestar al fuego del enemigo asesinó a una niña al derribar la casa sobre la que disparaban los palestinos. Asesinar es matar a alguien con premeditación y alevosía. Alevosía, hablando mal y pronto, es procurar cometer el crimen sin que te cojan. No voy a opinar aquí sobre este tipo de conflictos, pero es evidente que el término está mal empleado por mucho que quiera el periodista denunciar o lamentar el hecho, ya que en el ánimo de los homicidas no parece existir ni premeditación ni alevosía. Algo parecido ocurre con el exceso verbal al tratarse los casos de la llamada violencia doméstica. Se utiliza, por ejemplo, también el verbo asesinar para todos los casos, incluidos aquellos en los que no parece haber ni premeditación ni alevosía y aunque la hubiera no parecen los periodistas los encargados de dictaminarlo. Eso sí, no se les olvida decir que presuntamente hizo esto y lo otro. Otra coletilla, ya famosa, que como estas actuales forman parte de un lenguaje premeditado y políticamente correto que comparte casi universalmente el gremio. La noticia más, que como una información, parece que se intenta dar como una declaración personal ideológica.
Otro error en esta guerra de los nombres o las palabras lo cometen, no sé si inconscientemente o a sabiendas los políticos nacionalistas. Ignoro si saben (seguramente sí) que la lengua no se puede prescribir. Ni siquiera la Academia; los lingüistas describen no prescriben. Sin embargo en su paranoia de defender y propagar cueste lo que cueste la lengua vernácula han conseguido que, por narices, la mayoría de los que hablamos castellano tengamos que usar Lleida, Girona, Ourense y A Coruña, por ejemplo. El último caso, el de La Coruña, es especialmente curioso, ya que la propia ciudad, a través de su ayuntamiento, pidió a la Xunta su denominación en castellano sin éxito.
Finalmente, con esta misma intención de prescribir en la lengua en aras, otra vez, de lo políticamente correcto, los políticos, denominados, como ya dije, por algunos peyorativamente progres, cometen otros tantos errores. Veamos algunos ejemplos: Hace algunos años, una ministra (no recuerdo su nombre) estableció una buena mañana que debía acabarse aquella distinción de señora y señorita, pues era discriminatorio. A estas alturas del texto no creo que el lector necesite más explicaciones. Otro de los casos más curiosos y pintorescos es el de pretender nombrar los colectivos con la forma masculina y femenina a la vez. Es especialmente vistoso en los vocativos: "compañeros y compañeras" (el desuso de camaradas les ha venido de perlas), "vascos y vascas", "padres y madres"... Al inicio del discurso está muy bien y marca claramente muchas intenciones, sin embargo, incluso los apóstoles de este peculiar uso, comprueban que es insostenible a lo largo del texto sin convertirlo en un auténtico galimatías: porque es evidente que los padres y las madres quieren lo mejor para sus hijos e hijas y ellos y ellas para sus hermanos y hermanas e igualmente para sus profesores y profesoras que no pretenden otra cosa que convertirlos en ciudadanos y ciudadanas de provecho... Como evidentemente esto le chirría hasta al más fanático, entonces aparecen las omisiones, los incumplimientos de la norma y curiosos morfemas como el famoso -os/as o el extravagante @s.
Existe un principio en toda lengua que es el de economía y este problema ya estaba solucionado con un masculino que funciona, sobre todo en plural, como un epiceno, común en género para seres sexuados. Pero claro, se hace encaje de bolillos por demostrar esas pretendidas superioridades morales de las que presume algún que otro gobernante.
Para terminar, pido desde aquí, que cada uno exponga sus ideas con tenacidad infinita, que nos martirice con argumentos, axiomas, amenazas, súplicas y todos los recursos a su alcance, pero, por favor, que no manipule ni manosee la lengua, al menos no de forma tan contumaz e interesada.