miércoles, 7 de octubre de 2009

Confesiones

Después de leer esta entrada muchos dirán que vuelvo a frivolizar con la que está cayendo. Lo siento, me niego a escribir sobre la crisis económica, social, política y moral de España. Por ahora.
Otros pensarán que tales confidencias son chorradas. Sin embargo, deberían saber que lo que hoy voy a confesar a los seguidores de mi blog, pocos lo conocen, y son opiniones que han provocado el rechazo de amigos y conocidos y casi me ha granjeado alguna enemistad.
Ahí van: la primera de las confidencias que quiero hacer a mis lectores es que no me gusta la cerveza Cruzcampo. Ya lo sé, lo reconozco, durante años botellín pacá, botellín pallá, fresquito, y nos pone otra ronda. Pero no, por más que persistía con tenacidad, no había nada que hacer. Creo que es algo parecido a aquel pitillito, Habanos, que mi amigo Joaquín me ofrecía a las ocho de la mañana cuando íbamos al colegio y que me sentaba como un tiro. De acuerdo, no es para tanto.
No sé si le gustarán estas reflexiones a mi primo Rafa, pez gordo de la Heineken, en el caso remoto de que lea este artículo. Sirvan en mi defensa que adoro, por el contrario las otras marcas de la firma: Heineken, Amstel, etc.
Lo que, sin embargo, recuerdo con pavor es el mal trago al confesarlo a cualquiera de mis amigos. No sabría describir su reacción: sus facciones mostraban un abanico tan diverso y enigmático que sería prácticamente imposible para mi capacidad transmitirlo con palabras. Solamente podría identificar una reacción que predominaba sobre las demás sin matices: la sorpresa. Quedaban estupefactos, como el que descubre una deslealtad lesiva en alguien cercano que inmediatamente cae en desgracia.
La otra confesión no es menos grave: No me parece Mortadelo y Filemón un buen cómic. Soy coleccionista de cómics, o como se les quiera llamar: tebeo, historieta... Mi colección es modesta: Tintín, Astérix, Blueberry, Super López, Lucky Luke, y algo de Iznogud, Flash Gordon, etc. En muchas ocasiones que he sacado el tema en conversaciones me he encontrado con un comentario-sentencia frecuente: "Como Mortadelo no hay nada". Al principio, asentía conciliador, riendo los gags que mi interlocutor recordaba o los álbumes que comentaba: El concurso-oposición, Chapeau, el esmirriau, El cochecito leré, etc. Me recuerda, a veces, esta actitud, mutatis mutandis, a aquella tendencia campechano-patriota que esgrimían algunos al sobrepujar las películas de Esteso y Pajares. También aquí concedía; la verdad es que eran tronchantes.
Sin embargo, no sé si por el descaro que, según dice mi tía, da la edad, últimamente, como en el tema de la Cruzcampo, le suelto al que sea la verdad, dolorosa e infame, sin importarme las consecuencias.
No es que me disguste, pero no pienso, sinceramente, que Mortadelo y Filemón sea, ni por asomo, el mejor cómic que pueda leerse. Álbumes episódicos, repetición aburrida de estructuras, chistes y situaciones, colección anárquica, "mortadelos" apócrifos... Razones para mí suficientes.
Algunos no salen de su asombro. Escuchan mis argumentos atónitos sin saber ni querer qué contestar, repiten su sentencia, esta vez como rotundo epílogo: "el mejor es Mortadelo" como si fuera el paladín de nuestra patria. Ese campeón que no encuentran en sus políticos. Pero se equivocan: nuestra política, y la exterior, está llena de mortadelos. Y de estesos y pajares. Yo me quedo con el Tintín de Hergé, el Astérix de Goscinny y el Blueberry de Giraud. Y si tengo que elegir a un compatriota, por el mismo motivo que tengo que conocer por narices los resultados de nuestros tenistas allá donde compitan, prefiero a Super López, de Jan o incluso a Rigoberto Picaporte de Segura, personaje al que la fama no llevó a pretensiones que no le pertenecían.